La Maldición de Babel

Horas y horas en los anaqueles de la biblioteca no habían hecho que perdiera la lucidez. Serían las once de la noche cuando finalmente todo ese tiempo invertido se cristalizó en la forma de un libro; era una antiquísima pieza empastada en cuero y en su lomo se leía ‘La Maldición de Babel’. Parecía un sueño que finalmente tan anhelado trofeo estuviera en mis manos.

Salí del sótano y me dirigí a una de las salas de lectura privadas en el primer piso, los corredores estaban vacíos y sólo se oía el eco de mis pasos. Coloqué el libro en una de las mesas y me senté: lo abrí cuidadosamente, sus páginas eran muy delicadas y creo que el tiempo y las manos las habían vuelto aun más frágiles.

Devoré sus primeras líneas con impaciencia y me interne en su contenido durante horas, los siguientes días transcurrieron en el insomnio y la lectura.

Fue en el capítulo noveno cuando comencé a padecer los dementes efectos producidos por alguna diabólica combinación de palabras en las páginas de este libro. Al comienzo pensé que ese milisegundo era sólo el resultado de las largas horas; por un instante al mirar las líneas que me habían ocupado durante todo ese tiempo, no fui capaz de entender su contenido, me pareció que sus caracteres hubieran sido colocados allí al azar. Cerré los ojos, respiré profundamente y al mirar de nuevo la semántica había regresado.

En el capítulo decimotercero volvió a ocurrir pero esta vez perdí definitivamente el significado de mi lectura. Había olvidado leer.

Corrí a uno de los estantes pensando que todo había sido el producto de mi imaginación y mi cansancio, pero allí solo encontré volúmenes y volúmenes llenos de garabatos. Estaba perplejo por lo que me había ocurrido, tenía fiebre y sólo pude calmar el sueño por una o dos horas en intervalos.

A la mañana siguiente fui al Café Imperial; creo que eran las once y media o doce. Al llegar allí me di cuenta que era incapaz de leer su nombre en la puerta, me acomodé en la mesa de siempre. Una pareja estaba sentada a mis espaldas conversando animadamente en alemán. Carlos, que me había visto llegar me saludó con un gesto, se acercó y como de costumbre me dejó un café negro bien cargado. El insomnio y el hambre me hicieron perder en la taza por unos momentos.

De pronto quedé petrificado, luego comencé a temblar y me puse de pie, la pareja no era extranjera. En ese momento lo comprendí todo, ya no comprendía nada; salí corriendo sin pagar.

Desde entonces no he salido de mi cuarto, he evitado todos los contactos con el mundo exterior pues no quiero confirmar mi demencia. No se que es peor, si el saberme loco o el darme cuenta que todo es real o de pronto, que ambas cosas son lo mismo: La locura comienza cuando la ficción termina.

Este es un último intento por dejar evidencias de mi cordura. Cada línea que escribo se desordena al quedar en el papel. Todo lo que he relatado es simplemente lo que encontré en ese libro. Somos sólo parte de una gran maquinaria, parte de la Maldición.

Imagino que si alguien encuentra este testimonio, al igual que yo, ya habrá caído en la trampa. Dejará de entender el hilo de la realidad, de un momento a otro las palabras perderán su significado y pror mwcho qlue intcnto lsoe plae cadeilre sdsc...